thecatintherye: (Inhala)
Cada vez que los demás te miraban con apuro, como si siempre se les hiciera tarde para irse, vaya a saber a dónde.

Cada vez que tus amantes se olvidaban de llamarte, aunque les dieras el número correcto e insistieras con los horarios en los que te encontrabas.

Cada vez que alguien tropezaba contigo y no pedía disculpas, te miraba siquiera.

Cada vez que dabas el presente en clase y te suspendían por faltas al final del semestre.

Cada vez que te sentabas en un café y pasaban horas sin que te pidieran la orden.

Cada vez que notabas a los testigos de Jehová esquivar la puerta de tu casa.

Cada vez que sacabas un libro de la biblioteca y lo devolvías a tiempo, ante las miradas azoradas de los bibliotecarios, que lo daban por perdido porque no aparecía como en posesión de ningún socio.

Cuando tu madre (que tenía Alzheimer, pero en fin) preguntaba varias veces quién eras en el teléfono y te confundía con cualquiera de tus hermanas antes de aceptar a la quinta insistencia, poco antes de colgar, tras una seca despedida.

Cuando descubrías que las páginas de tu diario, las primeras de unos cientos que empezaste a llenar una vez que tus amigos dejaron de responder tus llamadas, estaban en blanco, a penas marcadas con un bolígrafo que revelaba vagamente tu letra cuando le pasabas carbonilla encima.

Cuando te mirabas en espejos y te descubrías más delgada, las mejillas tan chupadas y los ojos tan grandes, tan tristes, hambrientos y desesperados que no parecían los tuyos, porque de repente era como si albergaran miles de inviernos, más crudos que todos los que viviste jamás.

Cuando dejabas de llamarte a ti misma al mirarte en el reflejo (ya no eras mucho más que un vacío, percudido por una línea negra, en forma de círculo) y decías: esa otra, la que los demás perciben como yo, la que ya no cumple ni su función más primaria, la pequeña traidora, la que murió o va a morir.

Cuando del espejo salía la otra, finalmente, y te abrazaba, limpiándote las lágrimas con sus manos tan frías (no podían pertenecerte, no si aún estabas viva) y firmes (no temblaban en absoluto), diciendo que le alegraba la indiferencia de los demás. Porque así te tengo solo para mí, siempre.

Cuando notabas que tu voz no parecía tuya-tuya y la de ella, menos tuya que ninguna otra.

Cuando la otra te empujaba contra el azogue, que detrás de la línea que lo unía a la pared, no era más que oscuridad y tus muñecas se rasgaban con sus uñas, impensablemente largas y afiladas como navajas.

Cuando te llegaba el rumor del lado donde no quedaste más, diciendo que no reconocían los despojos de ti, que pensaban que allí, en ese departamento no vivía nadie, que estaba esperando remodelación.

Cuando la apatía le ganaba a todo lo demás y si bien no eras feliz, al menos el dolor quedaba atrás.

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Lena

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